Cien años
de comida
Joel Vargas Domínguez
Cuando escribió Cien años de soledad, Gabriel García Márquez recurrió a todas las referencias
que disponía, desde los momentos que marcaron su infancia hasta los de sus ancestros.
Como indica en su libro Vivir para
contarla, “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la
recuerda para contarla.”[1]
Parte de la inspiración viene de sus charlas durante la comida con sus vecinos,
gustoso él de la comida criolla, y que, indudablemente, aparecería en su obra
que lo catapultó a la fama.
Pero,
¿cuáles son las formas de comer en Macondo? La historia familiar de los Buendía
se ve reflejada fielmente en sus hábitos alimenticios y sus costumbres. La
comida en la familia Buendía tiene su evolución, sufre cambios en el tiempo. La
historia alimenticia se puede resumir en las siguientes partes: huída y olvido;
fundación y recuerdo; apogeo y despilfarro; y finalmente, escasez y decadencia.
Huída
y olvido
Al inicio, Ursula y José Arcadio salen
del pueblo originario, abandonan toda costumbre y emprenden la travesía a
través de la jungla, en un éxodo que termina siendo de proporciones bíblicas
por ser el pueblo elegido, fundadores de todo un mito. Ursula, embarazada, con el estómago estragado por la carne de
mico y el caldo de culebras, sigue el penoso viaje, comiendo guacamayas, cuya carne azul tenía un áspero sabor de almizcle.
El único alivio es cuando los errantes cazan un venado, cuya carne salan para
quitarse el resabio. Solo mucho después, los niños comerán esa clase de
alimentos, gracias a la ayuda indígena, pero ya como un juego, no como una
necesidad:
Fue así como Arcadio y Amaranta hablaron la
lengua guajira antes que el castellano, y aprendieron a tomar caldo de
lagartijas y a comer huevos de arañas sin que Úrsula se diera cuenta, porque
andaba demasiado ocupada en un prometedor negocio de animalitos de caramelo.
Este
regreso a la forma de alimentación indígena significa para los que salen un
retroceso, una involución después de su pasado colonial.
Fundación
y recuerdo
Al
fundar Macondo, recuerdan, arrancan de su pasado en el momento que lo
abandonaron, para así darle continuidad a la tradición. La tierra los recibe
con una fertilidad asombrosa, tanto para los cultivos como para los animales de
granja, y recuperan costumbres como la agricultura y la ganadería, aunque el
hábito de la caza nunca es abandonado en el resto de vida del pueblo. La
historia de los animales que se reproducen de la noche a la mañana es bien conocida,
así como la historia de la compañía bananera. La variedad de los cultivos es
evidente.
Fue ésa la época en que adquirió el hábito
de hablar a solas, paseándose por la casa sin hacer caso de nadie, mientras
Úrsula y los niños se partían el espinazo en la huerta cuidando el plátano y la
malanga, la yuca y el ñame, la ahuyama y la berenjena.
Fue al corral y marcó los animales y las
plantas: vaca, chivo, puerca, gallina,
yuca, malanga, guineo.
El
lugar de reunión como en todos los pueblos latinoamericanos es la cocina, lugar
donde se funden historias y se crean otras, donde la inteligencia se
menosprecia, de la vida perdida por la cotidianeidad. Se crean espacios —como
graneros y almacenes— alternos al lugar sagrado en que se convierte la cocina.
Es ahí en la cocina, o al momento de la comida, que se produce la unión de los
habitantes de la casa y, como en toda la obra, también sucede la magia de lo
rural, que poco a poco se transforma en pequeña ciudad.
Úrsula no volvió a acordarse de la
intensidad de esa mirada hasta un día en que el pequeño Aureliano, a la edad de
tres años, entró a la cocina en el momento en que ella retiraba del fogón y
ponía en la mesa una olla de caldo hirviendo.
Úrsula estaba feliz, y hasta dio gracias a
Dios por la invención de la alquimia, mientras la gente de la aldea se
apretujaba en el laboratorio, y les servían dulce de guayaba con galletitas
para celebrar el prodigio, y José Arcadio Buendía les dejaba ver el crisol con
el oro rescatado, como si acabara de inventarlo
Se levantaba a las cinco después de un
sueño superficial, tomaba en la cocina su eterno tazón de café amargo, se
encerraba todo el día en el taller, y a las cuatro de la tarde pasaba por el
corredor arrastrando un taburete, sin fijarse siquiera en el incendio de los
rosales, ni en el brillo de la hora, ni en la impavidez de Amaranta, cuya melancolía
hacia un ruido de marmita perfectamente perceptible al atardecer, y se sentaba
en la puerta de la calle hasta que se lo permitían los mosquitos.
Cuando llevaron a la mesa el atigrado racimo
de banano que solían colgar en el comedor durante el almuerzo, arrancó la
primera fruta sin mucho entusiasmo. Pero siguió comiendo mientras hablaba,
saboreando, masticando, más bien con distracción de sabio que con deleite de
buen comedor, y al terminar el primer racimo suplicó que le llevaran otro.
Cuando Úrsula logró imponer la orden de que
comiera con Amaranta en la cocina para que no la vieran los forasteros, ella se
sintió más cómoda porque al fin y al cabo quedaba a salvo de toda disciplina.
Amaranta tuvo una idea semejante cierto día
en que su madre meneaba en la cocina una olla de sopa, y dijo de pronto, sin
saber que la estaban oyendo, que el molino de maíz que le compraron a los
primeros gitanos, y que había desaparecido desde antes de que José Arcadio le
diera sesenta y cinco veces la vuelta al mundo, estaba todavía en casa de Pilar
Ternera.
El
asentamiento en Macondo crece, y con ello también las necesidades alimenticias,
que se ven suplidas ampliamente por la fertilidad abundante, pero también
crecen y llegan las enfermedades y maldiciones, con las cuales resurgen los
secretos olvidados. La costumbre hace que culpen a los alimentos de ciertas
enfermedades, y también surgen los males asociados a la comida y las
soluciones.
Úrsula, que había aprendido de su madre el
valor medicinal de las plantas, preparó e hizo beber a todos un brebaje de
acónito, pero no consiguieran dormir, sino que estuvieron todo el día soñando
despiertos
Ponía jugo de naranja con ruibarbo en una
cazuela que dejaba al sereno toda la noche, y le daba la pócima al día
siguiente en ayunas.
Les
preparó una repugnante pócima de paico machacado, que ambos bebieron con
imprevisto estoicismo, y se sentaron al mismo tiempo en sus bacinillas once
veces en un solo día, y expulsaron unos parásitos rosados que mostraron a todos
con gran júbilo, porque les permitieron desorientar a Ursula en cuanto al
origen de sus distraimientos y languideces.
Sentada en la cabecera de la mesa, tomando
un caldo de pollo que le caía en el estómago como un elixir de resurrección,
Meme vio entonces a Fernanda y Amaranta envueltas en el halo acusador de la
realidad.
No se les permitía comer ni beber nada
durante su estancia, pues no había duda de que la enfermedad sólo sé transmitía
por la boca, y todas las cosas de comer y de beber estaban contaminadas de
insomnio
Apogeo y despilfarro
Macondo
llega al apogeo gracias a la voluntad incansable de sus habitantes, que innovan
a cada momento. El pueblo se industrializa:
Úrsula pugnaba por preservar el sentido
común, habiendo ensanchado el negocio de animalitos de caramelo con un horno
que producía toda la noche canastos y canastos de pan y una prodigiosa variedad
de pudines, merengues y bizcochuelos, que se esfumaban en pocas horas por los
vericuetos de la ciénaga.
La alacena del comedor se llenó de frutas
azucaradas, jamones y encurtidos, y el granero en desuse volvió a abrirse para
almacenar vinos y licores que el propio José Arcadio retiraba en la estación
del ferrocarril, en cajas marcadas con su nombre. Una noche, él y los cuatro
niños mayores hicieren una fiesta que se prolongó hasta el amanecer.
La cocina pierde su importancia en la casa Buendía, al llegar aires civilizadores con Fernanda del Carpio.
Se pierde el lugar de convivencia, de reunión y se llega al máximo de
formalismo que se verá algún día en la familia.
Ella [Fernanda] lo creyó, aunque sólo
ocupaban la larga mesa con manteles de lino y servicios de plata, para tomar
una taza de chocolate con agua y un pan de dulce.
Terminó con la costumbre de comer en la
cocina, y cuando cada quien tenía hambre, e impuso la obligación de hacerlo a
horas exactas en la mesa grande del comedor arreglada con manteles de lino, y
con los candelabros y el servicio de plata. La solemnidad de un acto que Úrsula
había considerado siempre como el más sencillo de la vida cotidiana creó un
ambiente de estiramiento contra el cual se reveló primero que nadie el callado
José Arcadio Segundo. Pero la costumbre se impuso, así como la de rezar el
rosario antes de la cena, y llamó tanto la atención de los vecinos, que muy
pronto circuló el rumor de que los Buendía no se sentaban a la mesa como los
otros mortales, sino que habían convertido el acto de comer en una misa mayor
Con la
abundancia excesiva llegan los derroches y despilfarros y también las
costumbres de la ciudad.
Catarino, con una rosa de fieltro en la
oreja, vendía a la concurrencia tazones de guarapo fermentado, y aprovechaba la
ocasión para acercarse a los hombres y ponerles la mano donde no debía.
A las seis de la mañana salieron desnudos
del dormitorio, vaciaron la alberca y la llenaron de champaña.
«Hay que hacer carne y pescado», ordenaba a
las cuatro cocineras, que se afanaban por estar a tiempo bajo la imperturbable
dirección de Santa Sofía de la Piedad. «Hay que hacer de todo -insistía- porque
nunca se sabe qué quieren comer los forasteros.» El tren llegaba a la hora de
más calor. Al almuerzo, la casa trepidaba con un alboroto de mercado, y los
sudorosos comensales, que ni siquiera sabían quiénes eran sus anfitriones,
irrumpían en tropel para ocupar los mejores puestos en la mesa, mientras las
cocineras tropezaban entre sí con las enormes ollas de sopa, los calderos de
carnes, las bangañas de legumbres, las bateas de arroz, y repartían con
cucharones inagotables los toneles de limonada. Era tal el desorden, que
Fernanda se exasperaba con la idea de que muchos comían dos veces, y en más de
una ocasión quiso desahogarse en improperios de verdulera porque algún comensal
confundido le pedía la cuenta.
El prestigio de su desmandada voracidad, de
su inmensa capacidad de despilfarro, de su hospitalidad sin precedente, rebasó
los límites de la ciénaga y atrajo a los glotones mejor calificados del
litoral. De todas partes llegaban tragaldabas fabulosos para tomar parte en los
irracionales torneos de capacidad y resistencia que se organizaban en casa de
Petra Cotes
En las primeras veinticuatro horas,
habiendo despachado una ternera con yuca, ñame y plátanos asados, y además una
caja y media de champaña.
Al despertar, se bebió cada uno el jugo de
cincuenta naranjas, ocho litros de café y treinta huevos crudos. Al segundo
amanecer, después de muchas horas sin dormir y habiendo despachado dos cerdos,
un racimo de plátanos y cuatro cajas de champaña,
Pero Aureliano Segundo lo interpretó como
un nuevo desafío, y se atragantó de pavo hasta más allá de su increíble
capacidad.
Le gustaba tanto la comida criolla, que una
vez se comió un sartal de ochenta y dos huevos de iguana.
Escasez y decadencia
Poco
a poco se pierde el ánimo por la vida en Macondo. Las guerras, las matanzas,
las plagas y la soledad desdibujan a los Buendía, y su decadencia se ve
reflejada en la tierra. El antiguo placer se convierte en necesidad:
El negocio de repostería y animalitos de
caramelo, que Santa Sofía de la Piedad mantenía por voluntad de Úrsula, era
considerado por Fernanda como una actividad indigna, y no tardó en liquidarlo
Fernanda encontraba el desayuno servido, y
sólo volvía a abandonar el dormitorio para coger la comida que Aureliano le
dejaba tapada en rescoldo, y que ella llevaba a la mesa para comérsela en
manteles de lino y entre candelabros, sentada en una cabecera solitaria al
extremo de quince sillas vacías.
Así se le fue pasando el tiempo, entre el
coloso de Rodas y los encantadores de serpientes, hasta que su esposa le
anunció que no quedaban más de seis kilos de carne salada y un saco de arroz en
el granero.
-¿Y ahora qué quieres que haga? -preguntó
él.
-Yo no sé -contestó Fernanda-. Eso es
asunto de hombres.
-Bueno -dijo Aureliano Segundo-, algo se
hará cuando escampe.
Siguió más interesado en la enciclopedia
que en el problema doméstico, aun cuando tuvo que conformarse con una piltrafa
y un poco de arroz en el almuerzo.
Después siguió el hambre
Luego se lavó las manos, se echó encima el
lienzo encerado, y antes de medianoche volvió con unos tiesos colgajos de carne
salada, varios sacos de arroz y maíz con gorgojo, y unos desmirriados racimos
de plátanos. Desde entonces no volvieron a faltar las cosas de comer.
Sólo cuando lo terminó y lo puso con los
otros en el tarro, empezó a tomar la sopa. Luego se comió, muy despacio, el
pedazo de carne guisada con cebolla, el arroz blanco y las tajadas de plátano
fritas, todo junto en el mismo plato. Su apetito no se alteraba ni en las
mejores ni en las más duras circunstancias. Al término del almuerzo experimentó
la zozobra de la ociosidad.
La
comida juega su papel, único y primordial, en la obra de García Márquez, y aún
siendo de carácter universal de la obra, aún se aprecia lo regional, lo
colombiano. La tradición por el café, los plátanos, la yuca, el arroz, la comida
criolla y la carne, propia de la costa caribe colombiana, enriquece y da vida
al relato. Por la cercanía de culturas y costumbres, el relato se hace nuestro
y al mismo tiempo lo sitúa en un lugar único e irrepetible, lleno de vida y
alegría, y al mismo tiempo de tristeza y soledad.
La
vida en Macondo llega a su fin, pero su suerte ya estaba echada al morir el
hilo conductor de todos los Buendía, Úrsula. Con la muerte de la matriarca,
desaparece la abundancia, y la decadencia se come lo que queda hasta que se
termina todo. La vida en Macondo es reflejo de la vida en el mundo
latinoamericano, ordinaria, donde el hombre aparenta llevar las riendas del
destino, pero siempre existe la figura femenina, callada, dominada, sumisa,
pero como Ursula, emprendedora, astuta, recursiva. Al final, la cultura de
Macondo no se transmite por los varones. Por ellos se transfieren los
caracteres, pero la cultura menor es llevada
de generación por generación a través de las mujeres, quienes son las que
cocinan, guisan, calientan las vidas de los habitantes. Existen las
excepciones, como en todos lados, pero ¿quién se atrevería a contradecir a una
joven Úrsula?
Al
final, todo se reduce al amor y la muerte, y entre ellos, el hambre. Bien se
dice que primero se llega al estómago que al corazón. Eso lo sabía muy bien
Úrsula:
Era tan apremiante la pasión restaurada,
que en más de una ocasión se miraron a los ojos cuando se disponían a comer, y
sin decirse nada taparon los platos y se fueron a morirse de hambre y de amor
en el dormitorio.
Joel Vargas
Domínguez
México, D.F.,
abril 2005
Bibliografía consultada
De Certeau,
Michel, Luce Girad y Pierre Mayol, La
invención de lo cotidiano 2: habitar, cocinar, México, Universidad
Iberoamericana, 1999.
García Márquez, Gabriel, Cien años de soledad, México, Circulo de
Lectores, 1967.
Marco, Joaquín, “Vivir para
contarla”, 2005, http://www.elcultural.es/historico_articulo.asp?c=5554, 27 de abril de 2005.
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