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De cómo hasta para ser cliente, hay que ser güero
En su tercera entrega del Alfabeto racista mexicano, Federico Navarrete narra una situación que vivió, misma que reproduzco a continuación y que es el pretexto para contar una experiencia similar:
«Hablando de puertas, sin embargo, hasta hace pocos años, cada vez que me ponía huaraches, los guardias que vigilan los edificios privados me examinaban de pies a cabeza con insolencia y me preguntaban con tono insultante por qué motivo me atrevía a penetrar en las ciudadelas de privilegio que les tocaba custodiar. Sospecho que mis amigos más “güeritos” no eran tratados con el mismo desprecio, aun cuando vestían las mismas ropas informales, pero no he realizado el experimento social correspondiente.»
Su relato me recuerda uno que viví hace unos años, cuando andaba en busca de departamento en la Ciudad de México y que les cuento a continuación.
Después de solicitar cita tras una ardua pesquisa sobre la probidad económica y moral de quienes osábamos solicitar ver lo anunciado, la agente inmobiliaria accedió a mostrarlo.
Era marzo y la cita era a las tres de la tarde. Había estado haciendo un calor de la chingada en la Ciudad de México y yo, buen jarochilango de la UNAM, iba vestido como Dios me da a entender, es decir, con la menor cantidad de ropa posible —huaraches, bermuda, camiseta y mi morral— dado que mis buenos padres me enseñaron que cuando hace calor, se viste uno para la ocasión. Smog, más de 30ºC y humedad nula, pensar en vestir «formal» para subirme al metrobus no va conmigo, así que decidí que ir a ver a una agente inmobiliaria no requiere demasiada formalidad, en una de las tantas visitas de departamentos que uno tiene que hacer para conseguir casa en esta ciudad.
Llegué a la cita y me paré afuera del edificio en cuestión, con seguridad privada y demás. A los diez minutos de estar parado frente al edificio llegó una mujer: peliteñida de rubio, camioneta Jeep con vidrios polarizados, lentes oscuros y cuanta pulsera pudiera usar. Al verme parado en la puerta del estacionamiento, sin bajar el vidrio, volteó a verme, me barrió, como lo saben hacer las «gentes de bien» al ver a los «otros» y, enseguida, entró al edificio sin mostrar ninguna señal de reconocimiento.
Le marqué al celular a la agente, suponiendo, acertadamente, que era quien acababa de entrar. Le dije que estaba afuera del edificio, a lo que respondió «Ah, no lo ví». Obviamente, por dentro, de malparida no la bajé. Acto seguido, la puerta del edificio se abrió. Salió ella seguida del vigilante del edificio. Nos identificamos y me invitó a pasar, pero antes, me di cuenta que cuchicheó algo con el vigilante.
Pues si, pasé y enseguida comprendí lo que acababa de suceder. La triste mujer le había pedido al vigilante que la acompañara, como «protección». Realicé la visita al departamento con el policía vigilándome los talones. Cada habitació. Como escribe Navarrete, estaba osando entrar en esas «ciudadelas de privilegio que les tocaba custodiar.» Evidentemente, el podercito otorgado al vigilante fue suficiente como para sentirse custodio de no sé qué tesoro y al cual yo, por mi mera presencia, contaminaba. Sobra decir que el vigilante y yo compartíamos el color de piel.
Lo mismo que Navarrete, me pregunto si de haber sido yo «más blanco» o «menos indito» la actitud de esta mujer habría sido distinta. O de haber llegado en auto, esa otra fuente de distinción social que tanto veneramos en México las cosas habrían sido diferentes, porque podría haber sido así de moreno pero «de mejor clase» —en otro departamento me habían mirado con cara de «Ay, pobrecito, no tiene carro» y en automático bajé no sé cuántos peldaños en la escalera social de mi vecina— porque en México, eres mejor persona si tienes carro.
Clasismo y racismo se mezclan en una inmunda forma de pensar que, consciente o inconscientemente, muchas veces vamos repitiendo. No les contaré el desenlace de esta historia, pero seguiré peleándome con gente así cada vez que la vea. Ni modo, así soy, voy buscando pleitos sin solución.
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